Con astucia se calibra la garganta,
cuando la retórica se acuna,
en la cuenca del ánimo.
Pues nada hay como el eucalipto en el lagrimal,
o la posesión de las bípedas patologías,
para que comience la psicagogía
de la sílaba inundada.
Es la entrerota palabra de la victoria:
(yo...nunca) (tu...siempre)
que como un tiempo pronominado,
e irónico como el origen,
da pie a un movimiento de enjutas comisuras.
Una cosquilla bajo el campanario,
un diente oculta, otra dos,
—si recuerdo, linda, tu sonrisa era más bella.
Y entonces la pluvial ocurrencia,
que tras digitar los párpados,
e imprimir la palma en el pómulo,
supera incluso al epiquerema.
Allá frente al vidrio moteado de aguas,
hay señales de vida deslumbrantes,
un sentimiento católico,
—infundado como todos ellos—
aborda el pecho
—ahí donde el alma se acostumbra—
y le obliga a fracturarse
en esa tristeza circense,
—drama por analogía.
Entonces su lengua,
respondiendo al reclamo del gesto,
al punto comenzó a enhebrar:
...tanta retahíla,
hilachaba, hilachaba,
que logró encontrar el árido cutis,
favorito suyo para acercar el rostro,
y comulgar los ambones con un beso
—siempre al orden del discurso.
Será aquí mi humedad, mi idiolecto, mi lengua húmeda. Nuestra humedad, el español, la lengua nuestra.
La Humedad, la lengua toda, el músculo de lo humano, peregrinaje de babas:
toda ella, la lengua, soporte de nuestra humanidad, húmeda mortandad, toda ella, imperecedera: la Lengua Húmeda.
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